Por José Luis Arredondo.
Había expectación en el ambiente la noche del miércoles 22 de agosto recién pasado en el Municipal de Santiago. Por fin se estrenaba en nuestro país «Lulú», del austriaco Alban Berg (1864 – 1935), obra referencial en la historia de la lírica en el siglo XX. Esta es una ópera fuerte en su contenido y no muy accesible para el público mayoritario de la principal sala capitalina, más acostumbrado a las tonalidades del siglo XIX que a las disonancias del XX, e inequívocamente más acomodado a títulos que conducen el oído por sonidos más «amables» que los que ofrece la atonal obra de Berg.
«Lulú» es una de esas óperas que no busca el favor, sino que exige que uno entre en su lenguaje. En ese aspecto, es un fenómeno al que se accede más con la mente que con el corazón, es un camino que implica un trabajo por parte del público que no todos están dispuestos o en condiciones de asumir. Pero la calidad se impone y el aplauso final que recibió la función de estreno fue prolongado y entusiasta, tanto para la puesta en escena como para los cantantes y la orquesta. Se trató de un claro reconocimiento a una versión que en la mayor parte de sus aspectos está plenamente lograda.
Esta es una obra hija del espíritu de entreguerras y de las vanguardias europeas de principios del siglo pasado. Esos movimientos artísticos que buscaban expresarse a través de sonidos nuevos que reflejaran al hombre que vio su vida sacudida mortalmente por la Primera Guerra Mundial; tiempos en que los nuevos estudios sobre la mente y la psique descubrían el subconsciente como un terreno inexplorado y lleno de significados, a menudo inquietantes.
«Lulú» es literalmente una tragedia, el retrato de una mujer muy sexualizada, que es objeto de deseo por parte de todos y todas quienes la rodean; una hembra liberada, deshinibida, misteriosa, fría, de personalidad muy decidida y que se deja mimar, querer y consentir por una corte de admiradores incondicionales. La protagonista transita un camino que va cuesta abajo sin pausa, hasta terminar en manos de Jack el Destripador mientras se prostituye en Londres, como último recurso para sobrevivir después de haberlo tenido y perdido todo.
La ópera está inspirada en dos obras del alemán Frank Wedekind (1864 – 1918), llamadas «El espíritu de la tierra» y «La caja de Pandora». Lulú es una mujer de telúrica energía y que, por cierto, resulta ser la portadora de no muy propicias sorpresas para quienes se aventuran con ella.
La versión que se presenta en el Municipal de Santiago bajo la dirección escénica de la francesa Mariame Clément, pone el acento en la vertiginosa teatralidad de la pieza, combinada con claros guiños a la estupenda película muda de 1929 «Lulú o la Caja de Pandora», de G. W. Pabst, protagonizada por Louise Brooks.
Esta es una puesta que reviste de carácter circense el mundo en el que se mueven los personajes para acentuar ese entorno donde Lulú es una especie de animal en exhibición, un universo donde todo es básicamente apariencias, juegos, ritos y simulaciones. La dirección escénica además acentúa fuertemente el erotismo del personaje (su «retrato» es una reproducción de la célebre pintura «El origen del mundo», de Gustav Courbet) y todo el vértigo que se suscita a su alrededor con un marcado carácter cinematográfico.
La soprano estadounidense Lauren Snouffer logra reflejar la desatada sensualidad de la protagonista, aunque su Lulú carece en parte de la fuerza y el magnetismo animal que caracteriza el rol. Con todo, Snouffer saca adelante el rol de buena forma y hace frente a las incontables exigencias que este tiene, que le demandan un fraseo muy expresivo en el plano dramático y agudos filosos y bien colocados.
Gran labor cumple el barítono alemán Stefan Heidemann en el doble papel del Dr. Schön – rico amante de Lulú, protector y uno de sus más presentes admiradores – y Jack el Destripador. Heidemann exhibe innegables dotes actorales e imprime fuerza y fluidez a su caracterización.
En gran nivel se sitúa asimismo el tenor -también alemán- Benjamin Bruns como Alwa (el hijo de Schön), otro perdido enamorado de Lulú que la introduce al mundo del espectáculo. Bruns es uno de los que entra a fondo en el estilo de la pieza y de alguna forma marca la pauta de por dónde va la obra en cuanto a canto, consiguiendo una muy buena simbiosis de palabra hablada y palabra cantada. Un desempeño logrado en todos los aspectos.
En el rol de Schigolch, el bajo germano Jens Larsen se roba la película. Personaje apasionante por lo ambiguo, viejo y fiel amante de la joven, bien podría tratarse de su padre también ya que se comporta como tal, aunque es ella quien le da dinero habitualmente a él. Larsen llena la sala con un timbre oscuro y robusto, al que une un contundente volumen e histrionismo.
La Condesa Geschwitz vuela en manos de la mezzosoprano austriaca Michaela Selinger. Quizás es el único personaje que ama a Lulú más allá del plano netamente físico, y siempre presente en el círculo más íntimo de la joven procurando ayudarla. Geschwitz encarna ese amor pleno, sacrificial y atormentado, aspectos que Selinger refleja en plenitud.
Lo mismo sucede con el bajo-barítono argentino Hernán Iturralde (que interpreta al Domador de animales y al Atleta), quien exhibe un muy sólido material vocal y enorme seguridad tanto en lo musical como en la actuación.
Se suman, como un elenco impregnado a fondo en la propuesta, el bajo – barítono Arturo Espinosa (Inspector de sanidad – Banquero – Profesor); el tenor Gonzalo Araya (Príncipe – Camarero – Marqués); la soprano Carolina Grammelstorff (joven de 15 años); la mezzosoprano Evelyn Ramírez (Madre de la joven); el bajo – barítono Francisco Salgado (Administrador de teatro); el bajo Jaime Mondaca (Sirviente); la soprano Cecilia Barrientos (Una artista); y el barítono Javier Weibel (Un periodista). Todos papeles que en apariencia y a primera vista pueden resultar breves, pero que encierran no poca dificultad en una obra cuya partitura exige a cada instante una precisión y musicalidad a toda prueba y claras dotes actorales.
En el estreno, la Orquesta Filarmónica bajo la conducción del maestro Pedro-Pablo Prudencio recibió una ovación, en lo que fue un justo reconocimiento a una labor en extremo difícil, cual es llevar adelante la acción musical de una pieza que no da pausa ni respiro, y en la que se debe atender a varios frentes, a veces simultáneos, dado la cantidad de personajes que están presentes en escena al mismo tiempo. Se trata también de un repertorio nada habitual para esta agrupación, lo que redobla el esfuerzo y el mérito.
«Lulú» es una ópera necesaria en cualquier teatro que se precie de ofrecer una programación de nivel internacional, es un título difícil y complejo de llevar a escena, por lo que hacerlo habla de una sala que cuenta con el capital técnico y humano ad hoc para enfrentar el desafío.
Su estreno en Santiago de Chile viene a complementar la breve y contundente producción lírica de Alban Berg, ya que se cierra el ciclo que se abrió hace años en esta misma sala con el estreno de su «Wozzeck». Lulú es una ópera que invita al público nacional a abrirse a una música compleja que refleja la angustia del ser humano en su faceta más contemporánea.
«Lulú», de Alban Berg. Estreno original en Zurich en 1937 y en su versión completa en París en 1979.
Dirección musical de Pedro-Pablo Prudencio. Regie de Mariame Clément. Escenografía y vestuario de Julia Hansen. Iluminación de Ricardo Castro. Supervisor de movimientos coreográficos: Mathieu Guilhaumon.
Municipal de Santiago. Funciones hasta el 1 de septiembre de 2018.
Más info en http://www.municipal.cl
Fotos: Marcela González.
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