«La madriguera», en Teatro Zoco de La Dehesa: La procesión va por dentro

Por José Luis Arredondo.

Ganadora de un premio Pulitzer, estrenada en Broadway en 2006 y llevada al cine con Nicole Kidman en 2010, esta obra llega ahora a Santiago de Chile bajo la dirección de Pablo Halpern. Cómo vive una familia al interior de su núcleo, el soterrado dolor de una devastadora pérdida y la esperanza de que la herida cicatrice, son los ejes del montaje.

«¡Un hijo, un hijo, un hijo! Yo quise un hijo tuyo
y mío, allá en los días del éxtasis ardiente,
en los que hasta mis huesos temblaron de tu arrullo
y un ancho resplandor creció sobre mi frente…»

(Gabriela Mistral. «Poema del Hijo»)

Si pierdes a tu pareja eres viuda o viudo, y si fallecen tus padres pasas a ser huérfano. Pero si quien muere es un hijo o hija, tu condición no se puede calificar. Es una pérdida que literalmente no tiene nombre, incógnita, como si fuera imposible dar una denominación capaz de contener y graficar el abismal despojo que implica perder al ser a quien diste la vida.

Los protagonistas de «La madriguera», Becca (Nathalia Aragonese) y Howie (Emilio Edwards), perdieron a su hijo Danny, de 5 años de edad, en un fatal accidente automovilístico. Han pasado ocho meses de aquello y naturalmente la angustia persiste; es un dolor sordo, latente, punzante, que palpita al fondo de cada acción cotidiana que ambos llevan a cabo, de cada palabra y cada silencio que pueblan una casa que perdió su calidad de hogar de familia.

Howie y Becca intentan llevar una vida lo más normal posible. Él trabaja y ella lleva la casa, reciben de visita a su madre Nat (Norma Norma Ortiz), a su hermana menor Izzi (Valentina Campos), e inesperadamente en algún momento a Jason (Manuel Castro), joven involucrado en el accidente que costó la vida a Danny.

La pareja va al supermercado, se cuenta anécdotas y conversa trivialidades. Incluso se ríen, no pocas veces, intentando en vano que el tema de la muerte del niño no asome en la conversación. Una precaución inútil, ya que a pesar de que guardaron todas sus fotos, ahí está su dormitorio, con su ropa, sus juguetes y sus cosas, huérfanas, ya inútiles, inmóviles, como un desgarrador recordatorio que empaña toda voluntad de aminorar la soterrada y pesada carga.

Vender la casa a median plazo y mudarse? Para ello habrá que desocupar el dormitorio del niño y será preciso desprenderse de muchas cosas y conservar otras aún embaladas. Qué guardar? Qué regalar? Si cada objeto, cada juguete, cada prenda de vestir, porta el recuerdo del hijo que ya no está -al menos de cuerpo presente- y que ya nunca más jugará con esos juguetes, ni vestirá esa ropa ni dormirá en esa pequeña cama.

De a poco y tratando de evitar que los recuerdos consuman el presente, y también el futuro, el matrimonio buscará asimilar la pérdida aferrados a la esperanza de recuperar una relación fracturada y a seguir juntos y confiar en que es -o debe ser- posible seguir adelante.

Esquivar el melodrama

El dramaturgo estadounidense David Lyndsay-Abaire (nacido en 1969) se la juega por el camino difícil; hablar de la muerte, el dolor y la ausencia sin que la tragedia y el desgarro que conlleva se haga explícito a cada instante.

En «La madriguera» el vía crucis de Becca y Howie late de forma permanente pero no evidente. El dolor se carga como una mochila que se lleva oculta, las lagrimas asoman -si es que asoman- cuando nadie más, no siquiera tu pareja, las puede ver.

Esta es una obra que esquiva el melodrama y habla más a través los silencios que de las palabras, tomando la opción de que el dolor asome por los intersticios y las fisuras que dejan las conversaciones banales, cotidianas -no carentes muchas de ellas de humor- intrascendentes, del diario vivir.

Por cierto que es una familia que está viviendo un luto, pero el dolor aquí se oculta tras una máscara de normalidad y cotidianeidad. Se puede reír, bromear y hasta discutir, pero en un ambiente que no refleja de forma evidente la tristeza que flota permanente y se cuela de tanto en tanto en lo que se dice o se calla.

El compromiso del dramaturgo con sus personajes es mucho más existencial que sentimental, lo que claramente es la principal fortaleza de la obra en cuanto a intenciones. Porque en el fondo en la pareja hay una necesidad de dejar ir, de no aferrarse a la tragedia con la esperanza de re-construirse tras la debacle, de volver a ser dos juntos, no dos por separado, de cicatrizar la herida, que seguirá ahí por siempre pero ya sin sangrar.

Montaje ajustado a la obra y buenas actuaciones

La versión dirigida por Pablo Halpern en Teatro Zoco, se ajusta a los parámetros que mejor permiten entrar en el espíritu de la pieza, inserta en forma y fondo en el denominado realismo sicológico. Estamos aquí en el interior de un hogar cálido pero impersonal, ambientado en lo que podría ser la vitrina de una moderna tienda de decoración, un ambiente (living-comedor-cocina en primer piso y dormitorio del niño en el segundo), de corte más bien minimalista, práctico, netamente utilitario.

Allí los personajes se mueven intentando hacer una vida normal y rutinaria, ya sea ordenando una alacena, sacando alimentos y bebidas de una refrigerador o tomando una cerveza entre conversaciones que pretenden ser superficiales a pesar de que están impregnadas de la ausencia de Danny, como si fuera el sedimento en el fondo de un estanque de aguas oscuras.

Hay un parejo y logrado nivel de actuaciones, en el marco de personajes que se mueven de forma permanente en dos planos: el decir una cosa que puede ser hasta divertida, y que a la vez notemos que su pensamiento y espíritu están o en otra parte o evocando a Danny.

Este doble estándar está bien resuelto y fluye de forma convincente, toda vez que prima una intención de veracidad en las actuaciones, por sobre la construcción de un personaje en un sentido camaleónico. Esto es notorio tanto en el matrimonio como en la madre de Becca y el joven Jason.

El elenco se percibe afiatado y el ritmo que imprime la dirección consigue que la tensión se mantenga y aumente conforme avanza, por ejemplo, la venta de la casa y el encuentro con el joven involucrado en el accidente. Por su parte, Nathalia Aragonese y Emilio Edwards marcan bien el tono general de la obra y conducen la acción con una internalizada expresividad -que el elenco asume bien y con propiedad- hacia el desenlace.

«La madriguera» es una obra que se la juega por mostrar lo que «no se ve» tras el inenarrable tormento que implica la muerte de un hijo.

Es una pieza en que la agitación de los personajes se produce en lo recóndito de sus almas y a la superficie solo llega un leve movimiento, como una ola que se agita en el fondo marino y en la superficie solamente vemos una onda levemente expansiva.

Y si «La madriguera» emociona es porque como espectadores sabemos que el suplicio que los embarga supera por mucho lo que se puede expresar con palabras.

O como dice la madre en «Bodas de Sangre», de Federico García Lorca: «Vuestras lágrimas son lágrimas de los ojos nada más, las mías vendrán cuando yo esté sola, subirán desde las plantas de mis pies, de mis raíces, y serán más ardientes que la sangre«.

«La madriguera» (The Rabbit Hole, 2006). Dramaturgia: David Lindsay-Abaire. Dirección: Pablo Halpern.
Elenco: Nathalia Aragonese, Emilio Edwards, Norma Norma Ortiz, Valentina Campos y Manuel Castro.
Asistente de dirección: Sofía Elizalde. Diseño Escenografía e Iluminación: Manuel Morgado. Diseño Vestuario: Zorra Vargas, Música: Ignacio Pérez. Fotografías: Daniel Corvillón

Funciones: del 3 de junio al 1 de julio de 2023.
Horario: 20:00 hrs. Entrada general: $14.000 (+recargo por servicio)
*Estacionamientos liberados al interior del teatro

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