
Por José Luis Arredondo.
La historia de esta ópera chilena tiene su dimensión de realismo mágico, porque El Cristo de Elqui existió en la realidad. Se llamaba Domingo Zárate Vega y recorrió alucinado los paisajes del norte chileno hacia las décadas del 20 y 30 del siglo pasado. Zárate afirmaba que se le aparecían seres divinos, bautizaba seguidores en el río Elqui – llegó a tener doce discípulos – y anunciaba el fin del mundo, hasta que la Iglesia Católica de la época puso fin a sus andanzas, preocupada de la popularidad que adquiría el personaje en su peregrinaje.
El Obispo de La Serena, en ese entonces el futuro cardenal José María Caro, afirmó en una carta pastoral distribuida en todas las iglesias que «se ha presentado entre vosotros un pobre iluso, de los que hay muchos en el manicomio, y al cual los fieles … han acogido como el enviado de Dios, como el mismo Mesías, nada menos, y le han formado su comitiva de apóstoles y creyentes».
Las andanzas del Cristo de Elqui terminaron abruptamente en 1931, cuando llegó en tren a Santiago y desde la misma Estación Mapocho fue «derivado», fuerza pública de por medio», al manicomio. A fines de los años 40, Zárate renegó de su misión y afirmó que «he sido y seré un librepensador». Murió en 1971.
Tamaño personaje estaba entregado en bandeja para que el arte lo tomara de inspiración, cosa que hizo nuestro antipoeta Nicanor Parra en 1977, y más recientemente, el escritor Hernán Rivera Letelier en dos de sus novelas: «El Arte de la Resurrección» y «La Reina Isabel cantaba Rancheras». Sin embargo, la incursión de este personaje en la creación artística nacional no estaría completa si no se hubiese parado en un escenario, ya que con semejante historial de vida, el teatro era un lugar más que adecuado para exponer sus andanzas y desventuras.
Ahora este alucinado Cristo chileno se transforma en personaje lírico, gracias al trabajo del compositor Miguel Farías y el libretista Alberto Mayol, quienes acaban de estrenar su ópera «El Cristo de Elqui», basada en las dos mencionadas novelas de Rivera Letelier. En lo que constituye un estreno mundial, el pasado sábado 9 de junio, esta creación nacional fue aplaudida por largos minutos en el Municipal de Santiago, en lo que tiene todas las trazas y condiciones para ser considerado el evento lírico del año.
El libreto de Alberto Mayol apuesta por el lado más social y crítico del catolicismo que contiene la historia del personaje. Desde el prólogo se expone la incomodidad que produce entre los dignatarios de la Iglesia Católica la irrupción de este Cristo en la sociedad, el temor a que la hegemonía y el monopolio de la fe les sea disputado. Este es un Cristo de marcado acento popular, alejado del boato eclesiástico y cercano al pueblo – trabajadores, prostitutas- que es el depositario final de su doctrina. Un mesías que deambula por el desierto nortino aventurando milagros, inserto en una historia llena de ecos y referencias a nuestra cultura popular.
El desierto es su escenario y sus habitantes, los espectadores que asisten a este gran teatro del mundo. Un periplo que lleva al protagonista por diferentes espacios, siempre rodeado de figuras y personajes muy anclados en una suerte de criollo realismo mágico, mientras el Cardenal, con la ayuda de un par de Obispos que actúan como sicarios, tejen la tela de araña que terminará por atrapar a este Cristo, antes que logre captar más atención y adeptos, toda vez que su «mensaje» ya trasciende a los lugares por donde pasa.
La música con la que Miguel Farías envuelve y desarrolla la historia bebe inequívocamente de las corrientes musicales del siglo XX; eso sí, con una columna vertebral que no se aleja de lo tonal -aunque la música sugiere un juego con las disonancias- y que pone un marcado acento en la creación de atmósferas y en lo ambiental, todo permeado con ritmos y melodías de raíz popular pasados por el prisma de la música docta.
Es una partitura en la que priman los elementos sonoros del desierto chileno y un marcado acento teatral, que da tanta cabida e importancia a la voz cantada como hablada, logrando una mixtura músico-teatral de gran expresividad, y reflejando muy bien el sentido épico del libreto, al dar acertada preponderancia al rol del coro, representante privilegiado siempre de las masas.
La puesta en escena del maestro Jorge Lavelli tiene a mi juicio varios méritos. Es una apuesta de gran sentido teatral y se aleja de la «estampa» desértica realista para acercar el mundo de este Cristo al espectador desde un punto de vista alegórico y simbólico. Esto, que siempre conlleva en sí una lectura permeada por el distanciamiento brechtiano, refuerza en este caso el fuerte acento social que contiene el personaje y su mundo dentro del libreto. Lavelli dibuja un Mesías con algo de vagabundo de extracción netamente popular; no hay aquí mantos no barbas, sino un protagonista emergido de un imaginario que nos remite al alma del desierto más que a la imagen concreta de este.
Esta es una propuesta de fuerte acento dramático, que se construye desde la síntesis y el despojo y que el espectador completa en su imaginación. Una propuesta que escapa a «la realidad», para sumergirse en la magia de un mundo y una historia que está profundamente impregnada de metafísica y crítica social. En este sentido es una creación -más que una «recreación»- y un ejemplo de imaginación teatral puesta al servicio de una historia. Una concepción escénica que encontró su mejor forma en el apoyo estético de la escenografía, el maquillaje, el vestuario y por cierto, la iluminación.
Una historia a la que los cantantes, en su conjunto, consiguen dotar de un cuerpo de total expresividad tanto musical como actoral. Es un elenco conformado en su totalidad por intérpretes nacionales que dan de muy buena forma con esta mixtura de música y teatro que conforma el cuerpo de la obra.
El Cristo del barítono Patricio Sabaté evidencia su carácter popular desde el inicio. Hay algo ingenuo y cándido en su entrada, situación que va cambiando a medida que avanza la historia, dando paso paulatinamente a un ser poseído por el mesianismo autoimpuesto. Es un rol exigente que el intérprete saca adelante con mucho talento dramático para evidenciar tanto el delirio místico del personaje, como su discurso más político y social.
La Reina está a cargo de la mezzosoprano Evelyn Ramírez, mujer dominante, fuerte y dueña de cada situación, un rol de carácter que la cantante saca adelante con pericia y veracidad escénica. Lo mismo sucede con la Magalena de la joven soprano Yaritza Véliz, que lleva en si la parte más melódica de la pieza, y es la mujer que más cerca del Cristo se encuentra siempre. Yaritza Véliz -que ahora parte a cantar a la Royal Opera House de Londres- ha dado ya sobradas muestras de sus dotes interpretativas y esta no es la excepción.
Completan un cuadro totalmente inmerso en la propuesta los solistas Paola Rodríguez (Ambulancia); Gonzalo Araya (un nervioso Cardenal José María de Cal y Canto, al borde de la histeria y enemigo número uno del Cristo); Eleomar Cuello y Claudio Cerda (los Obispos sicarios a la orden del Cardenal); Rony Ancavil (Policía 1); Javier Weibel (Policía 2 y Trabajador 1), un barítono que logra siempre sacar lustre teatral a los personajes; Francísco Huerta (Trabajador 2); Jaime Mondaca (Trabajador 3); un muy sólido Sergio Gallardo (Sacerdote), personaje violento y obsesionado con la caída de este particular mesías; Pedro Espinoza (Cliente), en una performance muy lúdica; y el actor Francisco Melo (Poeta Mesana), narrador alter ego de Rivera Letelier y elemento que aporta directamente un distanciamiento brechtiano, al dirigirse en tono épico al público. Destaco a la vez la preponderante labor del Coro, que entra de lleno en el fenómeno escénico, conformando un pueblo muy activo y participativo (notable en las escenas del Prostíbulo, el entierro de La Reina y sobretodo en el trágico y exultante final).
La Orquesta Filarmónica conducida por el maestro Pedro-Pablo Prudencio configura la atmósfera sonora que impregna la obra de Farías, reproduce con exactitud los sonidos del viento pampino infiltrados por una leves disonancias (cuando se va configurando la tragedia que envolverá al protagonista), y entrega con amplitud y fuerza el entramado sonoro que dibuja la historia.
«El Cristo de Elqui» me parece un trabajo lleno de méritos, tanto en sus componentes artísticos (teatrales y musicales) como en la repercusión que debiera tener en nuestro medio. Un estreno que demuestra con hechos que la ópera nacional goza de buena salud, que hay talento de sobra para sacar adelante una producción de primera linea, y que cuando se da la oportunidad, el público sabe apreciar y apoyar un trabajo bien hecho y de proyección.
Reitero que por el todo y la suma de sus partes, debiéramos estar ante el potencial evento lírico del año.
«El Cristo de Elqui». Ópera en un prólogo y cuatro actos, con libreto de Alberto Mayol y música de Miguel Farías. Dirección musical de Pedro-Pablo Prudencio. Concepción y puesta en escena de Jorge Lavelli. Colaboradora artística Dominique Poulange. Escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda. Vestuario de Graciela Galán. Iluminación de Roberto Traferri y Jorge Lavelli.
Orquesta Filarmónica de Santiago y Coro del Municipal de Santiago (dirigido por Jorge Klastornick).
9, 11, 13, 15, y 16 de junio en el Municipal de Santiago. Estreno mundial.
Fotos: Marcela González Guillén
Si te gusta este contenido, déjanos un comentario