Por José Luis Aredondo
El diccionario define «Tribu» como una agrupación o asociación social y política propia de pueblos primitivos e integrada por un conjunto de personas que comparten un origen, una lengua, unas costumbres y unas creencias y que obedecen a un mismo jefe. En una segunda acepción se la define como un conjunto de familias que tienen un antecesor común.
Willy es el hijo menor de una familia muy especial, integrada por un padre intelectual muy arrogante y obsesionado con el uso correcto del lenguaje hasta la exasperación, una madre con tardía vocación literaria, una hija que quiere ser cantante pero aún no «encuentra» su voz (debatiéndose con angustia entre el canto lírico y el popular), y un hijo eterno estudiante en proceso de terminar una inacabable y alambicada tesis. Todos dueños de una imparable verborrea, salvo él, que desde un silencioso rincón, preso de su sordera, asiste al diario espectáculo de sus padres y hermanos sin poder tomar ni mucho arte, ni menos parte, empeñándose en leerles los labios para intentar asir algo de lo que implica y significa ese río inaudible de palabras que fluye a diario ante sus ojos.
Willy es el silencioso espectador que siempre queda fuera de la conversación, una especie de «ausente – presente» que no gravita mayormente en esta tribu tan peculiar y que es tratado con un condescendiente cariño revestido de un amor que tiene mucho de lástima. Eso hasta que aparece Sylvia, una chica inteligente, activa, y que ya transita camino a una sordera congénita con enérgica aceptación. Willy la conoce por casualidad una noche y la lleva a su casa, su llegada será el detonador de radicales cambios, tanto para Willy y su familia como para Sylvia. Cambios de fondo que modificarán profundamente las vidas de todos, enfrentándolos a sí mismos en un ejercicio que resulta catártico y liberador en muchos sentidos.
La obra de Raine se mete a fondo en el día a día en la evolución del conflicto que se gatilla con la llegada de Sylvia al núcleo familiar, y lo hace evidenciando la distancia que se advierte entre cada uno de sus miembros, que se sientan juntos a diario a la mesa de comedor o en el living, pero que en el fondo están solos, cada cual con su existencia. «Tribus» es una pieza sobre la incomunicación, o la falta de comunicación, también es una obra que nos habla del amor y las, a veces, erradas formas que tenemos de demostrarlo. Un personaje nos dice «Querer lo mejor para los que amamos no siempre permite comprender quienes somos», quienes somos nosotros y quienes son los otros.
Los miembros de esta familia están muy próximos los unos de los otros, esa proximidad facilita el encuentro, pero también el que se puedan dañar (sobretodo con las palabras), mientras intentan cuidarse y protegerse, y Willy es el principal damnificado, lo han criado sin la ventaja de saber lengua de señas, como una forma de «normalizarlo», pero la falta de esa herramienta de comunicación para él lo ha convertido en un ser desvalido, lo ha privado de un poder de comunicación que los demás, en su calidad de «oyentes» poseen y utilizan, y Sylvia es la encargada de entregar este «poder» al joven, un poder que hará girar a velocidad de revolución los acontecimientos y que cambiará la forma de relacionarse, en todo sentido, a esta familia, a un costo no menor, tanto para Willy como para los demás.
La versión dirigida por Manuela Oyarzún pone de relieve y en evidencia la absoluta textualidad de la pieza, sitúa en primer plano las palabras, que son el pincel con el que está pintado el drama, instala como centro la oralidad que inunda el conflicto y lo fija en el espacio escénico en una suerte de dialéctica entre el mundo de los oyentes, el espacio del silencio que habita el joven y el terreno intermedio en el que se desenvuelve Sylvia. El ambiente familiar, en el que impera un solo color para escenografía y utilería, nos hace centra la atención exclusivamente en lo que se dice y en el cómo se dice, así se van develando con claridad las capas del conflicto sin que el ojo se distraiga con una «ambientación» que nos lleve a denotar la posición social o nivel económico de esta tribu, entramos en ellos por lo que dicen, y también por lo que callan. El espacio de Willy, su «lugar en el mundo», esta poblado de penumbra y música, y los personajes transitan estas dos instancias absorbiendo lo que cada lugar es y representa.
Las actuaciones resultan en extremo convincentes, jugadas, creíbles, y fluyen con energía y emoción. El elenco sobrelleva el ritmo y el nivel de tensión, que va in crescendo a medida que avanza el conflicto, con absoluta solvencia, lo que en una propuesta como esta resulta fundamental.
«Tribus» es una de esas obras que descansa mayormente en las actuaciones y en su capacidad de servir el conflicto de manera veraz, y aquí eso esta totalmente logrado.
El diseño en su totalidad (escenografía, vestuario, iluminación y sonido), corporiza muy bien la propuesta de dirección, y otorga en lo estético un marco que encuadra de forma muy clara el conflicto y como este impacta en cada personaje, se denota una correspondencia muy bien resuelta entre lo que vemos y lo que le sucede a cada miembro de esta familia, desde el plano visual y sonoro.
«Tribus» es un retrato de familia dibujado con trazos firmes y colores fuertes, del que la presente versión (estreno de la obra en Chile) da cuenta con claridad y calidad.
«Tribus», de Nina Raine. Dirección de Manuela Oyarzún. Escenografía e iluminación de Belén Abarza. Vestuario de Macarena Ahumada. Diseño sonoro de Esteban Oyarzún. Asesoría en lengua de señas chilena de Andrea Pérez. Traducción Rodrigo Olavarría. Fotografía programa de Juan Domingo Marinello y Eugenia Paz. Producción ejecutiva de Ignacia Baeza. Producción general de Margarita Santa Maria. Asistencia de dirección de Diego Barrios.
Elenco: Mateo Iribarren, Tamara Acosta, Pablo Manzi, Ignacia Baeza, Andrea García-Huidobro, Nicolás Zárate.
Desde el 4 de mayo en el Teatro Universidad Católica (Plaza Ñuñoa).
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