«La casa de Rosmer»: Obra de Ibsen de contingente discurso político y marcada pasión amorosa


Por José Luis Arredondo // 

Una de las definiciones de clásico que más me gusta dice «el teatro clásico nos muestra cómo somos ahora en perspectiva con nuestro ayer, y este ayer con nuestro ahora«.

Me gusta porque apunta a lo medular que distingue a las grandes obras, a esa capacidad de reflejar lo inmanente del ser humano y su problemática, sea la que sea, más allá de toda época y lugar.

Las grandes obras hablan de su tiempo, y esa misma contingencia se puede aplicar a cualquier periodo de la historia, porque apuntan a los aspectos más esenciales de nuestra naturaleza y del ordenamiento social que nos hemos dado, y al hablar de su tiempo, hablan también del nuestro. 

Es lo que sucede con la obra teatral «La casa de Rosmer», del noruego Henrik Ibsen (1828 – 1906), que se estrenó en 1887.

Esta obra narra la historia de un joven viudo, Johannes Rosmer (interpretado por el actor Nicolás Pavez), un burgués que ha renunciado a su vocación religiosa y que se propone, contra la tradición y la tendencia profundamente conservadora de su familia, apoyar el programa reformista del nuevo gobierno electo, que si bien no se caracteriza por ser revolucionario, pretende lleva a cabo políticas de claro corte progresista.

Esta intención choca violentamente con el plan del ultraconservador profesor Kroll (Tito Bustamante), antiguo amigo de la familia y el representante más ultra y recalcitrante de la derecha local, que pretende sumar a Rosmel a su acción opositora.

Rosmer mantiene una relación de amistad con la joven Rebecca West (Adriana Stuven), mujer progresista y ferviente opositora a las ideas de Kroll.

Así Rosmer queda atrapado entre la tradición familiar burguesa y conservadora, a la que no se siente del todo ajeno, y a las ideas socialistas que lo animan desde su perspectiva de joven humanista.

Completan el cuadro Ulrik Brendel (Rodolfo Pulgar), un progresista lúcido, alcoholizado y empobrecido, que otrora influyó mucho en el pensamiento de Rosmer; Peder Mortensgaard (Mario Soto), socialista revolucionario muy ultra y manipulador, que atrincherado en un pasquín politico desata una verdadera lucha de clases junto a Kroll en casa de Johann; y el ama de llaves Sra. Helseth (Norma-Norma Ortíz). 

«La casa de Rosmer» es una obra que habla de política y de amor, y lo hace con agudeza, lucidez y profundidad, de ideales socialistas enfrentados violentamente a la rigidez y conservadurismo de un sector de la sociedad que, atrincherado en el poder que le otorga la tradición y el dinero, pretende torpedear toda intención o gobierno que haga tambalear sus bases.

Por otro lado, la obra apunta también a la intransigencia y ultrismo de ese socialismo que ha llegado para quedarse y cambiar el panorama político dominado por los intereses de la burguesía, la oligarquía y la aristocracia.

Esto la convierte en una pieza de enorme resonancia en el orden actual, en el que básicamente las mismas fuerzas que reflejó Ibsen en pleno siglo XIX, siguen tensando la cuerda del poder en distintos puntos del planeta, más allá de un triunfo o una derrota puntual dentro de la contingencia inmediata. Como una evidencia dialéctica de quemante actualidad. 

La versión que se presenta actualmente en el Teatro CorpArtes de Santiago de Chile refleja de muy buena manera esa tensión que se anida en la mente y el alma del joven Rosmer.

Una lucha que en este caso se confunde con los sentimientos que le despierta Rebecca, amiga de su difunta esposa y que hoy por hoy se ha instalado en la casa para acompañarlo en su viudez y de paso influir en su pensamiento político.

Una puesta dirigida por Pablo Halpern y que sitúa la acción en la época original, lo que a mí me resulta un muy buen «efecto de distanciamiento», que hace percibir de forma más clara y contundente el mensaje político que encierra la pieza, paradojalmente, mucho más que si estuviera ambientada en nuestro presente.

La fuerza del discurso Ibseniano es tal, que rompe la barrera del tiempo y se instala en el Chile de 2017 con absoluta nitidez y claridad.

Halpern no soslaya, ni mucho menos, la problemática amorosa que arrastra a los protagonistas hacia su aciago destino, y maneja las escenas con un sentido en que las posiciones políticas y sus discursos priman por sobre la historia de amor.

Esta es una batalla más ideológica que sentimental, y en ese sentido refleja la notable capacidad de Ibsen para reflejar las luchas de poder que ha sostenido el hombre desde tiempos inmemoriales.

La del dramaturgo noruego fue una época de cambios y adaptaciones, el siglo XX y sus revoluciones avanzaba a pasos agigantados, y en nuestro presente aun repercuten los ecos de esos cambios y adaptaciones.

Rosmer se debate entre su sino familiar y de clase, y sus ideas progresistas, y en ese debate lucha también con sus sentimientos hacia su difunta esposa y su amiga Rebecca.

Quiere ser el puente de plata que acerque las posiciones de Kroll y Mortensgaard, y choca contra un muro de sectarismo e intransigencia. 

La puesta en escena de este montaje es pulcra y de un depurado estilo decimonónico, con unos pocos pero bien elegidos elementos de mobiliario que recrean un ambiente refinado y burgués.

Esta desnudez ayuda a que el enfrentamiento de los personajes sea más nítido y brutal a nuestra vista.

Sin duda que la fortaleza del montaje va por el lado de la energía que despliegan los actores en escena, en el reflejo de las pasiones que los mueven y que hacen avanzar la acción. 

En general todo el elenco se sitúa en un excelente nivel expresivo.

El Rosmer de Nicolás Pavez evidencia con fuerza y convicción la desgarrada lucha interna que libra entre el sentimiento de culpa por la muerte de su mujer y el inconfesado amor que profesa a Rebecca, agudiza esta lucha el ver que su intención política conciliadora naufraga en un mar de fanatismo político. Corre a la par la Rebecca de Stuven, de excelente progresión dramática y contenida emoción.

Mario Soto como Mortensgaard resulta convincente, al igual que Norma-Norma Ortíz en su papel de ama de llaves. 

Notable es el Kroll de Tito Bustamante. El actor dota a su personaje de una dimensión siniestra en su afán de mantener el poder en manos de su sector, este es un Kroll fascista, duro, despiadado y manipulador. Sin duda una de las mejores actuaciones que hemos visto en mucho tiempo en el teatro nacional.

Lo mismo vale para el Brendel que interpreta Pulgar, un ser cómico y patético pero muy querible, que el actor dota de entrañable humanidad, una labor actoral de excelencia en cuanto a matices y riqueza interpretativa. 

Completa el cuadro el excelente vestuario de Pablo Núñez, estilizado y refinado, perfecto marco formal al perfil de cada personaje y con un toque de estética Romántica que crea muy buena atmósfera. 

Los efectos sonoros son un aporte, sobre todo unas percusiones en los entreactos, que hacen presagiar la tragedia que se avecina a medida que se acerca el final. 

Al debe queda el diseño de luces, que no marca ni acentúa la acción y se limita a iluminar la escena sin hacerse parte de ella. 

«La casa de Rosmer» es un valioso aporte a una cartelera chilena lamentablemente muy pobre en clásicos.

Un muy buen montaje que nos lleva a conocer el Ibsen que está más allá de «Casa de muñecas», y lo hace entrando desde el ayer a nuestra más quemante, en lo político, contingencia.

Sin duda es de lo bueno que aportará el teatro a la cartelera de espectáculos de este 2017. 

Dirección: Pablo Halpern / Traducción: Sofía Elizalde / Edición Texto: Rafael Gumucio / Escenografía y ambientación: Rodrigo Ruiz / Vestuario: Pablo Núñez / Iluminación: Andrés Poirot / Producción ejecutiva: Francisca Barraza y Alessandra Massardo / Efectos sonoros: Arturo Zegers y Nicolás Rotemberg / Diseño de sonido: Marcello Martínez. 

Del 5 al 20 de mayo en Teatro CorpArtes / Viernes y sábado a las 20 hrs / Rosario Norte 660 nivel -2 / (22) 660 61 80, Las Condes.

 

 

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