La Soga: Mentes Criminales

 

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Por : Jose Luis Arredondo. //

Matar es fácil, muy fácil, y no es tan necesario un motivo, aunque si se quiere uno podemos encontrar fácilmente en la política, la religión o la filosofía un argumento que de base y sustento a nuestro crimen. Matar es fácil y que el asesinato quede impune también.

Por eso Alex (Jorge Arecheta) y Benjamín (Carlos Ugarte), dos ociosos jóvenes de alta sociedad, están convencidos de salirse con la suya cuando matan sin motivo, en realidad con uno muy retorcido, a su amigo Martín, lo matan por matar, porque se sienten superiores, porque han leído poco y mal a Nietzsche y se sienten «más allá del bien y del mal», autoerigidos en «superhombres» que pueden interpretar las leyes morales de la humanidad a su antojo. Y para rematar este hecho organizan una comida con amigos, en donde los comensales se reunirán en torno a una mesa, que es en realidad un baúl donde han ocultado el cadáver, para demostrarse que pueden disimular el crimen hasta el final, envalentonados por una perversa arrogancia. La cena está servida, llegan los invitados y lo que vemos a continuación es la siniestra velada que constituye el cuerpo y espíritu de la obra «La Soga» (el alusión al elemento con el cual se comete el crimen) del inglés Patrick Hamilton y que ha estrenado en su temporada 2016 el Teatro de la Universidad Católica en su Sala de Plaza Ñuñoa.

«La Soga» (Estreno mundial en 1929 y basada en un hecho real) es una obra que asemeja una «muñeca rusa», da la apariencia de una obra de suspenso, el suspenso de ver si los criminales se salen o no con la suya, pero es mucho más que eso, es un lúcido y tenso texto, con mucho de dialéctica, sobre la decadencia del ser humano inmerso en una sociedad que ha relativizado al máximo el valor de la vida humana. Hamilton escribió su obra cuando aún los ecos de la primera guerra mundial resonaban en la vieja Europa y ya se fraguaba la llegada al poder del Nazismo y toda la secuela de muerte y destrucción que dejaría más adelante. Una obra que básicamente nos habla de deshumanización y de las atrocidades que se pueden cometer en nombre de una, mal entendida, idea política, filosófica o religiosa.

Los personajes de la obra (dos jovenes amigos de clase acomodada, una ex pareja amiga de los protagonistas, su antiguo profesor, el padre de la victima – que ignora lo sucedido con su hijo – y una vieja sirvienta) son el vehículo, como en una obra de tesis al estilo Ibseniano, a través del cual el autor expone, en un ejercicio dialéctico, las perversas y falaces teorías de los los asesinos por un lado y la lúcida y aguda inteligencia del profesor por otro, que como una locuaz contraparte, se da cuenta del macabro hecho y derrumba estas perversas teorías para evidenciar los signos de fatal decadencia presentes en una parte de la sociedad que pone cero al valor de la vida humana.

En esta versión, el director Luis Ureta pone el acento en la contemporaneidad del conflicto al ambientarlo en la década del cincuenta (cuando el mundo ya ha experimentado dos guerras mundiales) y sin embargo lograr que el público leamos, en la puesta en escena, claramente signos que nos dan cuenta de nuestra más inmediata realidad como sociedad y país. La ambientación es la propia de un texto realista sicológico, confortable living -comedor de un apartamento inglés de época, sobrio y conservador, pero a medida que transcurre la pieza Ureta abre las posibilidades de la pieza, rompiendo la «cuarta pared» en determinado momento y rozando lo que podría ser una visión de estética Brechtiana, a interpretaciones político-sociales que evidencian la enorme contingencia de la obra a casi noventa años de su estreno. Hay momentos en que las fronteras físicas y temporales se diluyen y el dilema expuesto aterriza violentamente en el Chile de hoy y sus más quemantes conflictos: la conciencia perversa de la clase dominante y la sensación de impunidad que percibimos por parte de los círculos de poder que se han enviciado en malas practicas a todo nivel. Incluso podemos ir más allá y percibir en el crimen de Martín, simbólicos y macabros ecos de los crímenes cometidos por la dictadura militar en nuestro país.

Fundamental resulta en este punto la excelente traducción de Milena Grass, logra fluidez, naturalidad y tensión sin perder coloquialidad y soltura en un texto en el que el elemento verbal y expositivo es la columna vertebral de la pieza. Misma cosa con el nivel actoral que logra el elenco, de parejo y muy buen desempeño, en el que sobresale sin duda la entrega de Rodolfo Pulgar como un agudo y desencantado maestro que logra dilucidar el macabro acto de Alex y Benjamin.

Valiosa entrega de un texto que por su profundad y contingencia ya es un clásico del teatro del siglo XX y que en alas de una aguda versión hace calzar, lamentablemente, como un guante su problemática con nuestro hoy y nuestros aquí.

Montaje que retoma una antigua tradición de los teatros universitarios y que no debiera perderse, cual es la de llevar a escena clásicos de grandes autores con obras que mantienen intacta su vigencia y calidad a pesar del tiempo transcurrido.

«La Soga» (Patrick Hamilton), el Teatro de la Universidad Católica. Del 4 de junio al 3o de julio 2016. Con Ana Reeves, Samantha Manzur, Jorge Arecheta, Eduardo Barril, Esteban Cerda, Rodolfo Pulgar y Carlos Ugarte. Traducción de Milena Grass. Escenografía e iluminación de Cristián Reyes. Música de Marcelo Martinez. Vestuario de Karin Ehrmann. Adaptación y Dirección de Luis Ureta.

 

 

 

 

 

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