por José Luis Arredondo
Ya en las semanas previas las expectativas eran muchas y buenas.
El destino era Buenos Aires, la ciudad más cosmopolita de Latinoamérica, siempre bullente de vida diurna y nocturna, con sus cafés, tiendas, librerías, cines y teatros, museos y parques llenos de gente proveniente de todas partes del planeta, siempre grande y desbordada.
Y más específicamente el punto de llegada era el Teatro Colón, uno de los más afamados teatros de ópera del mundo, el escenario por el que han pasado las más grandes estrellas de la música del siglo XX y lo que va del XXI, de Enrico Caruso a Luciano Pavarotti y Arturo Toscanini, de María Callas a Renata Tebaldi.
Esta vez, el destino era ver y oir ‘Parsifal’, la última obra maestra del genio alemán Richard Wagner.
El cierre de la temporada de ópera del Colón no puede estar más a la altura de su prestigio. Ni los casi 37 grados de calor que se dejan sentir este viernes 11 de diciembre en la capital argentina son suficientes para desistir de vivir las más de 5 horas de música que esperan al público presente en el teatro.
La hora de la función se acerca y el calor es tan avasallador como la emoción que siento mientras camino hacia el majestuoso teatro. Larga filas de público general e invitados esperan su entrada, ataviados de las formas más diversas; el café del teatro está repleto, y hay una febril actividad de los funcionarios sólo minutos antes del inicio de la función.
Entrada en mano! Ingreso por calle Libertad y me reciben imponentes y silenciosos los mosaicos del piso y los mármoles de las escaleras, solemnes como la obra que iba a presenciar, llenos de historia y tradición.
Ya instalado en el palco 27, primer piso, con una vista privilegiada del escenario y la orquesta, no me queda más que esperar y dejarme llevar por la música. Puntualmente a las 20 hrs. se apagan lentamente las luces, y la sala repleta en sus seis niveles se sumerge en el silencio.
Entra el maestro Alejo Pérez y se instala frente a la orquesta, levanta la batuta y suenan los primeros acordes del lacerante preludio al acto primero.
El resto es magia, música y emoción en un nivel sublime, como tiene que ser con ‘Parsifal’, como tiene que ser con las obras maestras cuando las presenciamos en vivo.
La versión del Colón para esta magna obra, la última wagneriana, está a la altura de las mejores.
El tenor británico Christopher Ventris dota a su Parsifal de una profunda y expresiva humanidad, y transita desde la torpeza inicial del buen salvaje que mata al cisne sagrado hasta la imponente postura final del hombre iluminado por la gracia divina y la misericordia, con una seguridad que lo coloca entre los mejores intérpretes de este complejo rol.
Sobresale la claridad, juventud y brillo de su timbre, unido a una ajustada y muy creíble performance escénica.
El Gurnemanz del danés Stephen Milling impresiona con una lectura del rol que lo aparta de la parsimonia habitual con que se enfrenta este personaje.
El suyo es un Caballero del Grial activo y enérgico, buen conductor de la acción y muy convincente en su ancianidad del tercer acto. Es un Caballero del Grial que reviste su fe y contemplación de una energía que sabe irradiar a toda la sala, siempre apoyado por una voz robusta, de gran y rotundo volumen.
A la cabeza de los intérpretes queda la Kundry de la soprano alemana Nadja Michael, quien realiza una entrega sin fisuras para uno de los roles más exigentes que puede enfrentar una cantante -junto a la Ortrud de ‘Lohengrin’.
Kundry es un ser torturado por su ambivalencia, sierva del bien y del mal al unísono, mujer con trazas de salvajismo y brutal sexualidad cuando se trata de tentar a los Caballeros del Grial.
Seductora escénica y vocalmente, Nadja Michael deslumbra con unos graves que parecen salidos de ultratumba, una poderosa y en extremo expresiva zona media y unos agudos, acerados y brillantes que remecen la sala por su volumen.
El estadounidense Ryan McKinny compone un Amfortas torturado por su dolor y pecado, un personaje en extremo debilitado por la herida que no sana y que espera la muerte como alivio. McKinny da con cada matiz de este rol, y expresa muy bien la desfalleciente impronta del personaje.
Escénicamente, brinda con gran calidad la desesperación de Amfortas y vocalmente apoya en todo momento la torturada desolación que lo agobia. Es una excelente entrega para este papel referencial de la producción wagneriana.
No se quedan atrás el Klingsor de Hector Guedes y el Titurel de Hernán Iturralde, ni tampoco las Doncellas Flores, que aquí forman un ramillete de salvaje sexualidad que acosa a Parsifal.
La dirección escénica de Marcelo Lombardero se la juega, y muy bien, por una puesta en escena plena de guiños a películas como ‘Metrópolis’ y ‘Orwell 1984’. Su ‘Parsifal’ está ambientado en lo que aparenta ser un planeta destruido y post apocalíptico, los personajes habitan un mundo tecnologizado (el castillo de Kligsor está rodeado de una virtualidad muy computarizada) pero destruido.
La sala que alberga el Grial es una suerte de fortaleza con mucho de novela de anticipación a la manera que el cine a retratado a Julio Verne, y todos los ambientes trasuntan ruina, oscuridad y desolación.
Sólo al final, cuando Parsifal libera del dolor que le causa la herida a Amfortas y toma su lugar como supremo custodio del Grial, la plena luz inunda la escena. Hasta ese momento todo ha sido crepúsculo y claroscuro.
Notable es la imagen de dictador militar que, hablando desde una pantalla, evoca Titurel, el padre de Amfortas.
Todo este cuadro ideado por Lombardero es traducido con total claridad a la escena gracias a la acertada iluminación de José Luis Fiorruccio (flamante director técnico del Teatro Municipal de Santiago), el vestuario de Luciana Gutman y, por cierto, la notable escenografía de Diego Siliano, de lúgubre apariencia y hábil uso del espacio para dar la sensación de destrucción y opresión.
Bajo la batuta del maestro Alejo Pérez, la orquesta constituye uno de los puntos más altos de esta producción. Su dirección acentúa lo hipnótico de la partitura sin restarle fuerza a la percusión y a los vientos.
Las cuerdas dan fe de la lucha espiritual que libra el protagonista y los bronces y timbales denotan el dolor y la tortura de Amfortas. Sobrecogedora resulta la participación del coro infantil, ubicado en lo más alto del teatro y fuera de la vista del público, junto a la «voz de lo alto» a cargo de Alejandra Malvino; unidos, logran momentos de máxima emoción y lirismo al representar la voz divina que anuncia el punto cúlmine de la misa así como la esperada aparición del salvador (Parsifal) que libera a Amfortas de su padecimiento y restituye el esplendor divino del Grial.
La función había comenzado puntalmente a las 20 horas y concluye pasada la una y media de la madrugada.
Con los aplausos reiterados a todo el elenco, se extiende hasta cerca de las 2 de la mañana. Son más de cinco horas de música en las que nadie se mueve de su asiento, hoy, en 2015, con toda la prisa por vivir de estos tiempos, en que cuesta que alguien se concentre más de una hora en un espectáculo en vivo.
Es plena noche fuera del teatro y no ha refrescado. La 9 de Julio y las calles aledañas siguen repletas de fugitivos del calor, que van tras una cerveza y un poco de diversión un viernes en la noche.
Yo no siento el tiempo transcurrido, me embarga una emoción que mezcla la sensación de haber vivido un momento sublime con tan excelente versión de una obra maestra de la música en un teatro de ópera mítico y esplendoroso y en la ciudad a la que me encanta volver cada vez que puedo.
«Parsifal» de Richard Wagner en el Teatro Colón de Buenos Aires (Argentina), el viernes 11 de diciembre de 2015, la experiencia de lo sublime.
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